El 10 de noviembre, mientras el país bostezaba entre titulares reciclados sobre la «paz absoluta», siete menores murieron en un atentado con bomba contra el disidente Iván Mordisco, conocido como Iván Mordisco. El gobierno lo calificó de «golpe estratégico», como si la semántica pudiera limpiar la sangre. Petro defendió la acción con su tono de sacerdote de la paz, pero allá en el Guaviare la realidad habló más rápido que él: si esta es la paz de la que tanto se enorgullece, ¿cómo se llama lo que dejó siete cadáveres de jóvenes de 14, 15 y 16 años tirados en la selva?
Porque aquí nos encanta el discurso solemne mientras el país arde debajo de la mesa. Y sí, las investigaciones ya comenzaron, pero no nos engañemos: Colombia es experta en investigar para no sacar una conclusión. Llegan las declaraciones, el enfado digital, las explicaciones cálidas… y luego el silencio. No en Guaviare. Allí nadie se come la historia. Allí la gente no vive de promesas sino de miedo, de nombramientos que no salen a la luz, de un estado que aparece cada vez que es necesario justificar una acción, pero nunca cuando les roban a sus hijos.
Y entonces uno se pregunta -porque alguien debe preguntar-: ¿cuándo decidió este país que un menor contratado vale menos? ¿En qué momento establecemos que las muertes jóvenes son un «riesgo de guerra»? Colombia tiene una costumbre peligrosa: acostumbrarse. Y cuando un país se acostumbra a enterrar niños mientras su presidente predica la paz desde el púlpito, esa nación no es débil: está perdida.
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